Tres chiripadas

La primera chiripada sucedió hace unos diez años. Eran los tiempos en los que Luisa adoraba a Shakespeare, hasta llegó a decir que le gustaría ser actriz, así que viajamos a Glasgow para que tomara un curso de actuación en la real academia local. Con la idea de sentirnos en un lugar seguro para que caminara sola a la escuela, nos instalamos a tres cuadras de ahí. En la CDMX nunca caminó sola.

Primero cerraron la tienda del señor Pérez que estaba en la misma cerrada de la casa, antes de que Luisa se aventurase sola a hacer una compra. La tienda del señor Pérez está a 100 metros del zaguán del condominio donde vivimos, en una cerrada, pero a ella le ganó el temor a salir a la calle. Regresando a nuestro viaje, todo muy bonito, pero como en CDMX, Luisa nunca fue y regresó sola a la academia. Nos ganó el miedo y nos hicimos patos.

Parafraseando al gran Rick de Casablanca, de todas las cafeterías de Edimburgo, 4027 según el real censo, nos estacionamos enfrente de la que estábamos buscando. Habíamos pensado en gastar todo el día en su búsqueda si fuera necesario, sobre todo si andas en auto y eres un turista ixmiquilpense. En la onda de Airbnb, desde México Kim rentó un departamento en Edimburgo con tres meses de anticipación.

En el Reino Unido el volante de los autos está al lado derecho, y como turista te tienes que concentrar para no activar algo que no deberías activar, sobre todo si vas a 120 kilómetros por hora en la vía rápida; las calles y carreteras tienen todo perfectamente señalado y si no respetas te sorrajan tremenda multa, para un chilango es muy tenso. Es más, la carretera de Glasgow a Edimburgo es la única en el Reino de dos carriles y es tan curveada como la de Zacualtipán a Molango, muy húmeda y hay uno que otro derrumbe.

Cuando llegamos a la zona urbana, agotado me estacioné en el primer estacionamiento que vi. Bajé del auto para estirar las piernas y Jean, Kim y Luisa también lo hicieron. En la misma cuadra había una pequeña cafetería. Entramos, tomamos un café y un panecito. Después de un ratito y a sabiendas que encontrar el departamento rentado podía implicar una ardua labor, iniciamos la búsqueda.

Kim le preguntó a la chica que nos atendía por la dirección. No podíamos creer lo que escuchamos: –Es aquí –nos dijo–, bueno aquí arriba, y la puerta está aquí al lado. De hecho, yo tengo la llave, el dueño del departamento me pidió que estuviera atenta por si alguien tocaba a la puerta, los estoy esperando. De los veintidós mil lugares públicos y gratuitos que hay en Edimburgo, nos estacionamos en el que está enfrente del departamento que rentamos tres meses antes desde la CDMX.

La segunda chiripada es menos espectacular. Sucedió en un día de rutina. Un día sí y otro no salimos a caminar con nuestros hermanos perros, Bono y Tasha, en lo que se conoce como el Parque del Canal, en la esquina de Canal de Miramontes y Transmisiones, en donde está la pista de bicicletas de Glaxo y que está encima del Gran Canal, entubado en la década de los sesenta del siglo pasado.

Una de nuestras grandes felicidades es aventar una pelota, casi siempre de tenis, para que Tasha vaya por ella y nos la regrese. En uno de esos lances, la pelota se atoró en la horqueta de un árbol a 15 metros de altura. Con todo el pesimismo posible agarré una piedra y la aventé para pegarle y provocar que cayera. No hubo necesidad de un segundo tiro, a la primera le di con la potencia necesaria, de tal forma que la pelota cayó. Sentí un gran placer. Ahora creo que debí conservar esa piedra.

La tercera chiripada tiene que ver con una tuerca de cuerda estándar de cinco octavos y un asiento para baño. Ese que tiene forma de herradura y que debemos levantar quienes hacemos pipí de pie. En la casa tenemos lo que bien podemos llamar un buen almacén casero de herramientas y partes, aunque en casa lo conocemos como el “hoyo negro de debajo de la escalera”.

Además de una cortadora de pasto, una desbrozadora y una sierra para cortar arbustos, en el almacén hay una ponchadora de cables de fibra óptica, una caladora y una lijadora. También, por supuesto, contamos con cientos y tal vez miles de tornillos, tuercas, rondanas y clavos de diferentes tamaños, quién sabe cuántos cables de múltiples terminaciones, eliminadores de corriente, botes con pintura, polvos blancos y grises por si se necesita resanar alguna superficie, y contenedores de todos tamaños. Todo por si acaso se ofrece, pero cuando se ofrece sabes que existe, pero no dónde está y terminas por comprar algo nuevo y agrandar el inventario.

En gran parte de los baños falta una de las tuercas que une la bisagra del asiento a la tasa del baño, de tal forma que, si bien no se desprende, puede estar fuera del asiento. Dicha imprecisión puede ser seria. Lo peor es que te pellizque porque con el peso del cuerpo duele mucho y muele la sangre.

Lavando la tasa del baño a fondo, es decir hasta la parte de atrás, vi que faltaba una de las dos tuercas que sostiene el asiento. Lo observé, con mirada científica, y sin saber si la cuerda es fina o estándar fui al hoyo negro. Abrí la puerta, encendí la luz y miré los cajones y anaqueles, bolsas, frascos, cajas de herramientas y espacios para definir por dónde empezar la búsqueda, exactamente, como buscar una aguja en un pajar.

Di unos cortos pasos y miré hacia abajo para no tropezarme con las mascarillas de plástico anticovid que yacían en el suelo, dos recogedores de basura y un “trapiador” que estaban recargados. En eso mi vista se detuvo en uno de los mosaicos del piso, un mosaico blanco. En su centro se encontraba una tuerca de presión cinco octavos. La levanté, la puse en la tuerca del asiento del baño y era la correcta.

Me ahorré, dependiendo del lugar, digamos cuatrocientos pesos, que es lo que cobran los plomeros en Huipulco por media jornada en el mejor de los casos. A demás, al ir a comprar la tuerca, como por pena o no sé por qué, uno no puede comprar solo una, sino que compra cinco por quince pesos, una para el asiento y el resto para el hoyo negro.